Poniendo a las tres lecturas del 22 Domingo Ordinario (ciclo C) juntas es posible entender algo que no es muy aparente al principio y que puede ser resumido en una frase corta. Para acercarnos Dios debemos ser humildes.

Primera lectura

La lectura del Eclesiástico (3, 19-21.30-31) es la primera del 22 Domingo Ordinario (ciclo C).

Nos da un consejo sencillo, el de ser humildes, con palabras muy directas. «… en tus asuntos procede con humildad… no hay remedio para el hombre orgulloso porque ya está arraigado en la maldad…»

Lo contrario de la humildad es el orgullo y podemos entender esto muy gráficamente cuando esta misma lectura nos habla de nosotros mismos en relación a Dios.

Dice, «Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor, porque sólo él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria».

Quizá no haya mensaje más sencillo de entender que este, y al mismo tiempo más difícil de lograr.

Se trata de ponernos junto a Dios y compararnos con él, para entender lo pequeños que somos en relación a ese ser infinito. En esa comparación, si la hacemos de corazón, entenderemos lo que somos realmente y la necesidad de ser humildes frente a él.

Y más aún, el Eclesiástico en esta lectura nos da una sugerencia muy concreta para practicar esa humildad sin la que será imposible acercarnos a Dios.

Nos dice que «El hombre prudente medita en su corazón las sentencias de otros y su gran anhelo es saber escuchar».

Hay en ese oír a los demás un sano ejercicio de humildad, pues coloca a los otros por encima nuestro y eso nos permite sacar otra conclusión. Haremos aún más si meditamos las sentencias y los mandatos de Dios y nos damos al anhelo de escucharle.

Sí, en el mero acto de escuchar hay ya una buena dosis de humildad.

Evangelio

El Evangelio de Lucas (14, 1.7-14) de este 22 Domingo Ordinario (ciclo C) nos da la misma idea central. Es ahora Jesús el que confirma el mensaje del Padre que contiene el Eclesiástico.

La ocasión es una comida a la que Jesús asiste y ve cómo algunos de los invitados prefieren sentarse en los lugares de mayor importancia y sobre eso nos envía palabras que son célebres.

Dice,

«Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que hay algún otro invitado más importante que tú y el que los invitó a los dos venga a decirte: ‘Déjale el lugar a éste’ y tengas que ir a ocupar, lleno de vergüenza, el último asiento».

Igual que en la primera lectura, este ejemplo de humildad, es terriblemente gráfico y concreto. Escucha a los demás, no busques los primeros lugares.

Pero Jesús añade elementos, pues dice que quien se sienta en los últimos lugares será quien reciba del anfitrión la invitación de sentarse en la cabecera.

Y va más allá, pues no solo habla de los invitados, sino de quien realiza el banquete, a quien aconseja no invitar a esos que le corresponderán con otra invitación. Debe invitar a quienes no lo podrán hacer, a esos de quienes no se espera retribuir con otra invitación.

Puestas juntas las dos lecturas son fáciles de entender, pues ambas hablan de la humildad y de lo necesaria que es ella para ponernos ante Dios.

El mensaje es claro y nos hace evocar todas esas ideas de sumisión, modestia, sencillez, recato y humildad que debemos cultivar. Sin esas cualidades será imposible acercarnos a nuestro Padre.

Segunda lectura

Esa es precisamente la idea que tiene Pablo en la segunda lectura del 22 Domingo Ordinario (ciclo C). La carta a los hebreos (12, 18-19.22-24).

Menciona varias veces la idea de acercarnos a Dios.

Al principio, hablando a estos nuevos cristianos, dice «Cuando ustedes se acercaron a Dios no encontraron nada material, como en el Sinaí…».

Al final, dice «Ustedes, en cambio, se han acercado a Sión, el monte y la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial… Se han acercado a Dios, que es el juez de todos los hombres… Se han acercado a Jesús el mediador de la nueva alianza».

En conjunto

Poniendo a las tres lecturas del 22 Domingo Ordinario (ciclo C) juntas es posible entender algo que no es muy aparente al principio y que puede ser resumido en una frase corta. Para acercarnos Dios debemos ser humildes.

No podremos estar cerca de él si somos vanidosos, fatuos, engreídos y orgullosos. Y más aún, es elemental obtener una conclusión aún más clara. Conforme se eleve nuestra humildad más cerca estaremos de Dios.

Este es un tema en extremo serio, pues trata de nuestra cercanía con Dios y, viendo el otro lado de la moneda, entenderemos que cada acto de arrogancia que realicemos nos alejará de nuestro Padre.

¿Qué es lo que nos acerca a Dios? Las lecturas nos lo dicen sin empacho. La humildad práctica, la que mostramos con hechos reales y que sale desde dentro de nuestro corazón mostrando cualidades de modestia, mansedumbre, docilidad, obediencia, paciencia, moderación, silencio, timidez, resignación.

Todo esto es valioso ante Dios, tanto que nos acerca a él. Pero sucede lo contrario también, pues en cada acción de orgullo, soberbia y altanería nos alejamos de su divina presencia.

El asunto es en extremo serio, ya que no hay mayor pecado que el de la soberbia y eso es así por una razón. La soberbia nos aleja de Dios y no hay mayor falta que ésa, la de las acciones que nos separan de nuestro Padre.

Porque además, sucede que todo pecado tiene ese origen, el de la soberbia, cuna y cimiento de toda separación de Dios. Si acaso sucumbimos a algunos de los placeres terrenales, los que sean, en el real fondo se encuentra la soberbia y el orgullo de amar a las cosas más que a Dios.

Por eso, quizá, sea que estas lecturas son tan específicas e ilustrativas, con ejemplos tan cotidianos, como el de saber escuchar a los demás y como el sentarse en los últimos lugares del sitio al que hayamos sido invitados.

Parece ser una tendencia humana, dentro de nuestra imperfección, el complacernos con nuestros logros y el valorarnos demasiado, tanto que despreciamos a quien nos han creado y llegamos a convencernos que somos suficientes, que nos valemos por nosotros mismos, que no dependemos de nadie.

Esa es una tendencia que debemos combatir desde dentro de nuestras mentes y corazones, pues si somos alguien y si hemos tenido logros, ellos son poca cosa frente a Dios, nuestro Padre.

En lenguaje más moderno, puede hablarse de un ponernos en perspectiva con el Creador y en esa comparación comprender que estamos frente al Creador de todo, incluyéndonos a nosotros mismos. ¿Podemos ser más grandes que quien nos ha creado? Desde luego que no.

A todo lo anterior, debe añadirse otra consideración. Siendo el orgullo y la soberbia faltas tan graves, ellas suelen colarse por los más mínimos resquicios sin que nos demos mucha cuenta de ello y afectarnos poco a poco hasta volvernos altaneros y altivos, dejando a Dios y sus enseñanzas de lado. Tan poco a poco, tan sin sentirse, tan gradual que no llegamos a entender que nos hemos alejado del Creador.

Esto sucede en pequeños detalles, o en grandes, como cuando ponemos en duda alguna de las enseñanzas divinas, la que sea, porque no cuadra con nuestras inclinaciones terrenales. Quizá sea el dejar de creer en el pecado original, en la santidad del matrimonio, en los milagros, en la necesidad de la confesión, en el valor de la tradición católica, en la necesidad de orar.

Porque todo eso es en realidad dejar que las cosas del mundo nos hagan ceder y nos alejemos de Dios. Dijo Jesús que dejaba al Espíritu Santo con nosotros para este «hoy» en el que vivimos en espera del Reino de Dios.

Allí está Dios mismo en el Espíritu Santo y podemos libremente acudir a él pidiendo a diario que nos aconseje en cada acto que realicemos para que cada acción nuestra sea un paso en dirección a Dios y no lo contrario.

Porque al final de todo, cada una de las cosas que hacemos es un paso en dirección a Dios o en el sentido contrario y de esto no nos podemos librar.

Pidamos, cada uno de nosotros, que el Espíritu Santo guíe nuestros pasos en el camino que lleva a Dios y que es nuestra vida.

Sin él no lo podremos hacer; y reconocer esto es ya andar en esa dirección pues se trata de aceptar con humildad que somos débiles, que somos pecadores, que podemos errar y que Dios es nuestro Padre.