Las tres lecturas del 4 Domingo Ordinario (ciclo C) reunidas provocan una idea clara. En nuestra posición, con nuestras habilidades, Dios nos ha dado una misión no diferente a la de los profetas.

Primera lectura

La primera lectura (Jeremías: 1, 4-17-19) del 4 Domingo Ordinario (ciclo C) contiene un llamado de Dios a Jeremías. Le manda dar el mensaje divino y le pide firmeza, prometiendo ayudarle. Dice el texto dirigiéndose al profeta,

«Desde antes de formarte en el seno materno, te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré como profeta para las naciones. Cíñete y prepárate; ponte en pie y diles lo que yo te mando. No temas, no titubees delante de ellos, para que yo no te quebrante».

A lo que añade, «… Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado para salvarte».

Es fácil sentirse identificado con esas palabras de Dios, pues también se dirigen a nosotros. Dios nos conoce desde antes de ser formados, desde toda la eternidad y nos tiene una misión clara, la de llevar su mensaje al resto.

Más aún, no será sencillo hacerlo: tendremos temor, titubearemos, seremos amenazados.

Evangelio

Se presenta en esta lectura (Lucas: 4, 21-30) esa misma situación, pero ahora ejemplificada con Jesús mismo. Dice el evangelista, continuando con el pasaje del domingo pasado, que,

«… después de que Jesús leyó en la sinagoga un pasaje del libro de Isaías, dijo: «Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír»».

Continúa la narración con las palabras de Jesús,

«… Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra. Había ciertamente en Israel muchas viudas en los tiempos de Elías, cuando faltó la lluvia durante tres años y medio, y hubo un hambre terrible en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón. Había muchos leprosos en Israel, en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, que era de Siria».

Viene ahora la reacción de quienes le escucharon. Claramente las palabras anteriores los contrariaron:

«…se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta una saliente del monte, sobre el que estaba construida la ciudad, para despeñarlo. Pero Él, pasando por en medio de ellos, se alejó de allí».

La ocasión es la misma expresada en la lectura de Jeremías. Allí está Jesús, quien habla con su mensaje y provoca una reacción que le lleva a enfrentar un serio peligro del que sale ileso.

De nuevo surge la misma esencia en esta lectura: tenemos una misión, la de propagar el mensaje de Dios y ella es peligrosa. Dios lo sabe y por eso promete estar con nosotros.

Dios es nuestra defensa, como se establece en el salmo de este domingo: “

«Desde que estaba en el seno de mi madre, yo me apoyaba en ti y tú me sostenías…Yo proclamaré siempre tu justicia y a todas horas, tu misericordia. Me enseñaste a alabarte desde niño y seguir alabándote es mi orgullo».

Segunda lectura

La segunda lectura (corintios: 12, 31-13, 13) del 4 Domingo Ordinario (ciclo C) redondea la idea de las dos lecturas anteriores. San Pablo explica la razón de esa misión que Dios nos tiene y de la protección que Dios nos da. Es el amor. Dice,

«Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que resuena o unos platillos que aturden. Aunque yo tuviera el don de profecía y penetrara todos los misterios, aunque yo poseyera en grado sublime el don de ciencia y mi fe fuera tan grande como para cambiar de sitio las montañas, si no tengo amor, nada soy. Aunque yo repartiera en limosnas todos mis bienes y aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor, de nada me sirve».

A lo que añade que,

«El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites».

En conjunto

Las tres lecturas reunidas provocan una idea clara. En nuestra posición, con nuestras habilidades, Dios nos ha dado una misión no diferente a la de los profetas.

Es seguro que sintamos que ya no hay profetas como los vemos en la Biblia, aunque en realidad sí los hay. Somos nosotros y nuestro ejemplo está en las lecturas: son Jeremías y Jesucristo, quienes cumplen esa misión del profeta, hablar de Dios a otros sabiendo que la tarea no es fácil y que podremos ser objetos de críticas y riesgos.

¿Cómo soportar esos duros momentos? San Pablo contesta sin ambigüedades: es el amor lo que todo lo explica. Por amor a Dios optamos por volvernos sus profetas. Por amor de Dios es que seremos defendidos al serlo.

La explicación central es el amor mutuo entre quien nos conoce desde toda la eternidad y cada uno de nosotros.

¿Qué hacer para ser profetas? Son los talentos que Dios nos ha dado los medios para serlo.

Es decir, en nuestra vida diaria, siempre, con el sólo dedicar a Dios nuestro trabajo cotidiano podemos empezar a ser profetas, siendo ejemplo para otros, tratándolos como quisiéramos ser tratados nosotros mismos.

Hacer solo eso es ya ser profeta de Dios.