En conjunto las lecturas del 23 Domingo Ordinario (ciclo B) sirven de consuelo para aquellos que reconocen a Dios y que son capaces de acercarse a él, como el sordomudo, con fe en la palabra de Dios, sabiendo que el nos confortará en nuestros momentos difíciles.

Primera lectura

La primera lectura (Isaías: 35, 4-7) contiene palabras de Dios,

«Esto dice el Señor: “Digan a los de corazón apocado: ¡Animo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos. Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará. Brotarán aguas en el desierto y correrán torrentes en la estepa. El páramo se convertirá en estanque y la tierra seca, en manantial”».

Es sencillo ver en ese texto un mensaje de aliento e inspiración para quienes pueden sentirse desanimados o cansados.

Promete Dios nuestra salvación, un mundo en el que los ciegos verán y los sordos oirán y los mudos hablarán, en el que el desierto se llenará de agua. Las imágenes son muy descriptivas de un mundo mejor, con el gozo y la alegría que Dios nos dará.

Evangelio

El evangelio de este domingo (Marcos: 7,31-37) narra que

«Le llevaron entonces a un hombre sordo y tartamudo, y le suplicaban que le impusiera las manos. Él lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva. Después, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!” (que quiere decir ‘¡Ábrete!). Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, ellos con más insistencia lo proclamaban; y todos estaban asombrados y decían: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”».

La relación con la lectura del Antiguo Testamento es clara.

Si Dios promete que los sordos oirán y los mudos hablarán, Jesucristo, su Hijo, hace eso precisamente con el enfermo que le llevan. Es el cumplimiento de las escrituras y revela a Jesús mismo como Dios, salvador nuestro.

Segunda lectura

La segunda lectura (Santiago: 2, 1-5) contiene una exhortación del apóstol,

«Puesto que ustedes tienen fe en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no tengan favoritismos. Supongamos que entran al mismo tiempo en su reunión un hombre con un anillo de oro, lujosamente vestido, y un pobre andrajoso, y que fijan ustedes la mirada en el que lleva el traje elegante y le dicen: “Tú, siéntate aquí, cómodamente”. En cambio, le dicen al pobre; “Tú, párate allá o siéntate aquí en el suelo, a mis pies”. ¿No es esto tener favoritismos y juzgar con criterios torcidos? Queridos hermanos, ¿acaso no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo aman?».

La carta de Santiago añade un elemento vital, la igualdad de todos ante Dios. Nadie es superior a otro, todos somos sus hijos y nos ama por igual.

En el momento de llegar a la reunión con Dios de nada valen las cosas materiales, ni las apariencias. Dios selecciona a los pobres, lo que va más allá de su definición material, pues más pobre es ese rico que desconoce a Dios que el pobre que lo conoce. Y es en quienes le reconocen que obrará esas palabras suyas de aliento y consuelo.

Palabras que en el salmo están bellamente expresadas,

«El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; Él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo».

En conjunto

En conjunto las lecturas de este domingo sirven de consuelo para aquellos que reconocen a Dios y que son capaces de acercarse a él, como el sordomudo, con fe en la palabra de Dios, sabiendo que el nos confortará en nuestros momentos difíciles.

Pero hay más. Si eso esperamos de Dios, también debemos entender que lo mismo espera de nosotros. Si él proporciona pan a los hambrientos, el mismo deber tenemos; si sustenta a la viuda y al huérfano, lo mismo espera de nosotros.

Porque al final, el amar a Jesucristo es también amar a nuestros semejantes. Y resulta que cuanto más amamos más consuelo somos capaces de dar y de recibir.