Las lecturas de este 11 Domingo Ordinario (ciclo C) están muy relacionadas y su tema es el del pecado y su perdón. Ellas hablan de pecadores que se arrepienten de sus faltas ante Dios y cuyo arrepentimiento es real.

Primera lectura

En la primera de las lecturas de este 11 Domingo Ordinario (ciclo C), la del segundo libro de Samuel (12, 7-10.13) se narra el pecado de David al hacer morir a Urías para tomar a la mujer de éste.

Obviamente es una grave ofensa ante del ojos de Dios. Y Dios mismo habla en esta narración por la boca del profeta Natán dando el perdón a David, diciendo, «El Señor te ha perdonado, no morirás».

Pero otorga Dios ese perdón después del arrepentimiento de David, quien exclama, «¡He pecado contra el Señor!”».

Del arrepentimiento que es nuestro, Dios nos lleva al perdón y ese perdón encierra una promesa, el no morir, que es lo que Natán dicen muy claramente, «El Señor te ha perdonado, no morirás». Es ésta una promesa de vida eterna.

Evangelio

En el evangelio de este 11 Domingo Ordinario (ciclo C) hay dos historias entrelazadas y ambas tratan el mismo tema. Lucas (7, 36-8, 3) relaciona las dos historias, una real y una parábola.

Jesús, comiendo en casa de un fariseo, tiene a sus pies una mujer de mala vida, la que hincada ante él, llora, enjuaga con sus lágrimas los pies de Jesús y los unge con un perfume caro. La escena debió ser extraña para todos los que la presenciaron, con Jesús el Mesías y la pecadora a sus pies.

La extrañeza se manifiesta en el fariseo, el que lógicamente piensa que si Jesús es un profeta, debería saber la calaña de la mujer que tiene junto a sí. Piensa sin hablar, pero Jesús conoce su pensamiento y entonces procede a narrar la parábola.

La historia que cuenta, desde luego, se relaciona íntimamente con lo que está aconteciendo.

Dos personas deben dinero a un prestamista. Una de ella le debe 50 denarios, pero la otra le debe 500. Y el prestamista perdona la deuda a ambos.

Entonces Jesús pregunta al fariseo, cuál de esas personas ama más al prestamista y el fariseo, un tanto inseguro, responde que supone que el que debe 500 debe amar más al prestamista. Y de allí arranca Jesús comparando al fariseo y a la mujer pecadora.

Él no le ofreció agua, ella ha bañado sus pies con lágrimas y enjugado con sus cabellos. Él no le dio el beso de bienvenida, ella ha besado sus pies sin detenerse. Él no ungió con aceite su cabeza, ella han ungido con perfume sus pies.

Ella, en conclusión debe mucho y mostrando su arrepentimiento, Jesús le dice, «Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado; vete en paz». Ella es la gran deudora, la que debe 500 denarios y por eso le ama más, lo que la lleva al perdón.

Hacia el final de la lectura, Lucas coloca una de las ideas que son claves en el entendimiento de Jesús.

Los invitados a la comida murmuran y se preguntan quién es ese personaje que perdona pecados. Si solamente Dios puede perdonar los pecados, Jesús demuestra allí que es Dios, real y verdadero, el que perdona las faltas de esa pecadora y el mismo que perdona antes a David.

En conjunto

Las dos lecturas de este 11 Domingo Ordinario (ciclo C) están muy relacionadas y su tema es el del pecado y su perdón. Ambas hablan de pecadores que se arrepienten de sus faltas ante Dios y cuyo arrepentimiento es real.

Esta es la condición necesaria para el perdón de nuestras faltas, arrepentirnos ante Dios. Y si eso hacemos, las dos lecturas hablan sin duda posible del perdón que Dios mismo nos dará, sin importar lo grande de nuestras faltas.

También en las lecturas podemos ver la condición que nos pide Dios, muy clara en las palabras de Jesús a la pecadora, «Tu fe te ha salvado; vete en paz»… para mantenernos libres de pecado debemos mantener la fe en Dios.

Son historias que en la superficie pueden dar una apariencia lóbrega y triste, pues hablan de una naturaleza humana pecadora y mala, pero la verdad es que son historias de amor, de optimismo y de alegría.

Sí, somos pecadores, seres imperfectos que hacemos el mal, pero tenemos remedio cuando nos ponemos ante el Señor y desde nuestro interior sale esa sincera exclamación al decir, «Señor, he pecado, perdóname» y que es el arrepentimiento que mostramos en el sacramento de la reconciliación con un sacerdote, quien es literalmente Dios frente a nosotros.

Esto es algo que suele ser un tanto ignorado. Cuando confesamos nuestras culpas en la reconciliación podemos pensar que lo estamos haciendo con un sacerdote y eso es equivocado, lo estamos haciendo ante Dios mismo.

Somos nosotros esa mujer pecadora a los pies de Jesús y somos también David frente a Natán… pues Natán, el profeta, no es más que un instrumento de Dios… igual que el sacerdote. No es el sacerdote quien nos perdona, es Dios.

Segunda lectura

Por su parte, en la segunda lectura de este 11 Domingo Ordinario (ciclo C), Pablo en su carta a los gálatas, complementa esa idea con frases como, «sabemos que el hombre no llega a ser justo por cumplir la ley, sino por creer en Jesucristo… nadie queda justificado por cumplir la ley… si uno pudiera ser justificado por cumplir la ley, Cristo habría muerto en vano».

Lo que hace Pablo es ver otro lado de lo mismo y lo hace con inteligencia extrema. Ya no hay necesidad de hablar de los pecados como faltas a los mandamientos divinos, sino de la esencia misma de nuestras faltas que es el haber dejado de amar a Dios en los momentos en los que pecábamos.

No es ya el cumplir la ley lo que nos pide, es decir, acatar los mandamientos de Dios y quedarse satisfecho con eso. La cuestión va mucho más allá, al centro mismo de todo, que es el amar a Jesús… porque amándolo nada más es suficiente, ya que eso nos aleja del pecado. Quien realmente le ama en todo momento no puede pecar.

Pablo lo explica con mucho sentido. Si tan sólo se tratara de cumplir con los mandatos de Dios y eso fuera todo lo que se nos exigiera, no tendría sentido la muerte de Jesús. Se nos pide por tanto y ante todo, amar a Jesús, que es Dios mismo, porque en ese amor están contenidos todos los mandamientos y toda la ley.

Pero, si acaso, en nuestra imperfección llegamos a cometer faltas sabemos con certeza absoluta que allí está Dios, siempre dispuesto a perdonarnos cuando mostramos un arrepentimiento sincero. No por haber faltado a algún precepto, sino por otra razón más importante, porque haber faltado a ese precepto significa haber dejado de amar a Jesús.