Para obedecer al Padre, para arrepentirse de las faltas cometidas, para conocerle, se necesita humildad, según las lecturas del 26 Domingo Ordinario (ciclo A). La presunción, el orgullo y la vanagloria personal son las telas que sobre nuestros ojos ponemos para no ver a Dios.

Primera lectura

En este 26 Domingo Ordinario (ciclo A), la primera lectura (Ezequiel, 18, 25-28) expresa las palabras del Señor, que establece una comparación entre el proceder de dos hombres.

Primero, habla del hombre justo, diciendo, «Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere; muere por la maldad que cometió». Explica la posibilidad del hombre bueno, que cae en el mal y por este hecho es castigado.

Segundo, habla del hombre injusto, expresando que «Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá».

Esta es la otra opción, la del pecador arrepentido que regresa al camino del Señor y por eso precisamente salva su alma.

En el fondo de estas palabras se encuentra muy marcada la idea del perdón divino, la esperanza de que nunca es tarde para reconocer que uno ha pecado y arrepentirse en el fondo del alma.

Muy similar a lo señalado el domingo pasado, al narrar la parábola de los obreros que reciben igual paga sin importar el tiempo trabajado. Más, desde luego, una reiteración del premio final a nuestro comportamiento, el de la vida futura, la salvación de nuestras almas.

Evangelio

En este 26 Domingo Ordinario (ciclo A), con otras palabras, más bellas y claras, el evangelio de hoy (Mateo 21, 28-32) nos da otra parábola, la de los dos hijos que reciben la misma orden de su padre, ir a trabajar.

Uno de ellos de palabra accede, pero en realidad no cumple la orden; mientras, el otro hijo le dice que no a su padre, pero pensándolo mejor, decide trabajar. Es obviamente éste último quien cumple en verdad la orden de su padre.

Quienes oyeron esta parábola, acuerdan eso, es el segundo hijo el que hizo la voluntad del padre. No hay duda, pero a esto Jesús añade palabras fuertes al decir,

«Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios. Porque vino a ustedes Juan… y no le creyeron; en cambio, los publicanos y las prostitutas, sí le creyeron; ustedes ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él».

Se mantiene la idea, la del arrepentimiento ante la falta cometida, lo que sólo puede lograrse creyendo en Dios. Sin creer en él, sin creer en sus palabras, el arrepentimiento es imposible.

Por eso, Jesús habla de Juan Bautista y señala abiertamente que unos le creyeron y otros no, que quienes creyeron, no importa quiénes fuesen, recibieron el perdón.

Pero quienes a pesar de tener frente a sí las palabras de Dios no creen, ellos se han comportado como el hijo que promete al padre cumplir sus órdenes, pero lo hace sólo de palabra.

Segunda lectura

La segunda lectura de este 26 Domingo Ordinario (ciclo A), de San Pablo (Filipenses, 2, 1-11) añade un elemento a las lecturas anteriores, la humildad.

«No hagan nada por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien por humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque su propio interés, sino el del prójimo».

A esta forma de ser, Pablo la califica de poseer los «mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús». Y muestra, la humildad de Cristo:

«… siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomado la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a si mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz».

En conjunto

La adición que hace Pablo de la humildad en estas lecturas redondea el mensaje central.

Para obedecer al Padre, para arrepentirse de las faltas cometidas, para conocerle, se necesita humildad. La presunción, el orgullo y la vanagloria personal son las telas que sobre nuestros ojos ponemos para no ver a Dios.

El publicano, la prostituta, el hijo que cumple la orden del padre, el pecador que se arrepiente, todos ellos, por necesidad han actuado con humildad.

Se han puesto frente a Dios y reconociendo su pequeñez, han reconocido sus faltas. Lo opuesto sucede al soberbio, pues ni sus faltas puede ver, mucho menos al Señor.

Pero Pablo va más allá y nos recuerda que eso mismo que nos pide el Padre, lo ha hecho Jesús mismo. Con su propia conducta, Dios convertido en ser humano, se humilló por voluntad propia.

Quien esto oye, podemos concluir, reconoce de inmediato lo que debe hacer con su vida: ponerla frente a Dios con humildad y hacer lo que Dios manda hacer y realizar esto con la voluntad entregada al Señor, sabiendo al mismo tiempo que tenemos siempre la esperanza de la salvación de nuestras almas.

Nunca, jamás será demasiado tarde para hacerlo.