Eso, que es milagroso y por eso suena tan alejado de nuestra existencia diaria, es también posible para nosotros. Pablo nos dice cómo, en las lecturas del 31 Domingo Ordinario (ciclo C).

Primera lectura

La primera lectura del 31 Domingo Ordinario (ciclo C), del Libro de la Sabiduría (11, 22-12, 2) es un canto a la grandeza de Dios y al amor infinito que él tiene por nosotros.

Las palabras de la lectura hablan primero de la grandeza de Dios cuando dicen que delante del Señor «el mundo entero es como un grano de arena en la balanza, como gota de rocío…»

Y en esa grandeza, Dios puede destruirlo todo, pero en cambio él ama «todo lo que existe» y no aborrece nada.

«Te compadeces de todos… y aparentas no ver los pecados de los hombres para darles ocasión de arrepentirse», dice el texto, dejando ver así el rasgo esencial del Señor, el amor.

Nos ama, pues somos su creación y más aún, si existimos ahora mismo, eso es por voluntad divina.

«¿Y cómo podrían seguir existiendo las cosas si tú no lo quisieras?», pregunta el texto. ¿Cómo es que existimos ahora mismo si no es porque Dios mismo lo quiere. Y si lo quiere es que nos ama.

El Ser superior, el más grande en el que puede pensarse, junto al que somos un grano de arena, nos ha creado y nuestra vida misma ahora, en este instante, es voluntad de él. Muestra más grande de amor, no puede haber.

El libro de la Sabiduría nos da ese mensaje claro y contundente, al que añade su conclusión lógica. Si por él existimos y si él nos ama, es lógico que ante nosotros tenga una actitud de misericordia.

«Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos… porque tu espíritu inmortal está en todos los seres», sigue diciendo el texto, significando que ese amor divino está dispuesto a perdonar nuestras faltas porque al fin dentro de nosotros mismos está ese espíritu suyo.

Sí, ahora, en este instante, vivimos porque ese es su deseo, resulta lógico también que él nos cuide. Dice este texto, «Por eso a los que caen, los vas corrigiendo poco a poco, los reprendes y les traes a la memoria sus pecados», para que nos arrepintamos de nuestras maldades y creamos en Dios.

No podemos sino sentir una alegría inmensa: es nuestro creador un ser infinito que nos ama al punto de estar cerca de nosotros en cada instante de nuestra vida, corrigiéndonos si es que caemos, ayudándonos cuando lo necesitamos.

Amándonos siempre, tanto que nuestra vida misma es voluntad suya, ahora mismo. Es ver a nuestra vida como una prueba no solo de la existencia de Dios, sino de que él está junto a nosotros.

Evangelio

En el evangelio del 31 Domingo Ordinario (ciclo C), de Lucas (19, 1-10) lo que nos dice el libro de la Sabiduría cobra una dimensión profundamente humana.

Un publicano, es decir, un recolector de impuestos y tributos, seguramente visto con desprecio y odio, «trataba de conocer a Jesús».

Zaqueo era su nombre y era jefe de publicanos, hombre rico, de corta estatura, quien realiza una acción concreta. Quiere ver a Cristo y para ello sube a un árbol.

No se queda quieto esperando que Jesús llegue a él. Es Zaqueo quien lo busca y Jesús responde de inmediato, diciéndole que se va a hospedar en su casa.

Podemos imaginar a Zaqueo en extremo sorprendido, bajando del árbol y preparando la visita en medio de esos rumores y murmullos del pueblo que ve la escena como extraña.

Ante Jesús, sin gran preparación, Zaqueo de inmediato reacciona y promete lo impensable de alguien de su clase. Dice, «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más».

No hay la menor duda de que el buscar a Jesús ha cambiado al publicano, tanto que Jesucristo exclama «Hoy ha llegado la salvación a esta casa… el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido».

Ambas lecturas se complementan mutuamente en un mensaje extraordinario. Está allí Dios mismo, cuidándonos y respondiendo a los que caen. Pero el evangelio añade un elemento extra, vital para nosotros y muy bien representando en Zaqueo.

No permanece él en su casa. No se queda quieto, cómodamente sentado esperando a que la salvación le llegue. Reconoce Zaqueo sus defectos y hace algo tan sencillo como subir a un árbol.

Y con eso nos da una lección profunda: también nosotros debemos hacer algo para acercarnos a Dios. Quedarnos perezosamente sentados no nos lleva a nada.

Segunda lectura

La segunda lectura del 31 Domingo Ordinario (ciclo C), la carta de San Pablo de este domingo (2Tes 1,11-2, 2) en un primer examen no es sencilla de ligar con las anteriores lecturas y, sin embargo, es clave para entender la historia narrada en el evangelio.

Allí, Zaqueo repentínamente cambia sin explicación de por medio. El rico jefe de los recolectores de impuestos debe tener una conducta esperada y congruente con su posición. Debe ser un hombre apegado a las riquezas materiales.

Y a pesar de ello en un instante da un giro total, absolutamente inesperado. Nadie podía imaginarlo ni predecirlo. Ante Jesucristo promete repartir la mitad de su fortuna, incluso reparando con cuatro veces el valor de lo que haya obtenido indebidamente.

¿Qué es lo que ha pasado dentro de Zaqueo para que dé ese giro tan drástico? Pablo nos da la explicación.

Dice el apóstol en esa carta, «… en la medida en la que actúe en ustedes la gracia de nuestro Dios y de Jesucristo, el Señor».

Es literalmente Dios el que ha actuado en Zaqueo y ha hecho posible ese cambio en su conducta. No hay otra explicación. Quiso el publicano acercarse a Dios y Dios le respondió yendo a su casa y cambiándolo.

En conjunto

Eso, que es milagroso y por eso suena tan alejado de nuestra existencia diaria, es también posible para nosotros. Pablo nos dice cómo, en las lecturas del 31 Domingo Ordinario (ciclo C).

Escribe él que «Oramos siempre por ustedes, para que Dios los haga dignos de la vocación a la que los ha llamado, y con su poder, lleve a efecto tanto los buenos propósitos que ustedes han formado, como los que han emprendido por la fe».

Si Zaqueo subió a un árbol para acercarse a Dios, nosotros tenemos un medio aún mejor, la oración. Orar, por tanto, es igual a subirse a algún sitio elevado para ver a Jesucristo. Es querer verlo, es la «ocasión de arrepentirse» de la que habla el libro de la Sabiduría.

En otras palabras, es buscar a Dios por iniciativa propia y hacerlo por medio de la oración.