Siempre y sin excepción, podremos darnos tiempo de voltear a la orilla y ver a Jesús. Quizá no sea fácil reconocerlo a primera vista, pero allí estará. Pensemos en las lecturas de este 3 Domingo de Pascua (ciclo C).
Evangelio
En el Evangelio (Juan 21, 1-19) del 3 Domingo de Pascua (ciclo C) se narra la tercera aparición de Jesús, bajo circunstancias en las que Él no es fácil de distinguir, «Estaba amaneciendo cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron».
Sin embargo, cuando creen que efectivamente es Jesús, Pedro se echa al agua para ir con Él.
Ya en tierra, comiendo, Jesús interroga a Pedro, «… «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Pastorea mis ovejas»».
Y tres veces hace Jesús esa pregunta a Pedro obteniendo la misma respuesta. Todo para prepararlo al futuro que le espera, «… extenderás los brazos… y te llevarán a donde no quieras».
Puede verse en estas palabras un mensaje claro: nuestra vida nos mantiene ocupados, como a los apóstoles pescando, y en esas ocupaciones ponemos nuestra atención sin reparar que siempre está Jesucristo allí, junto a nosotros, viéndonos y listo para indicarnos qué hacer con nuestras vidas, de qué lado de la barca está nuestro mejor provecho.
Y hace eso, incluso sin que aún lo reconozcamos. Es decir, en todo momento de nuestra vida, si lo queremos, podemos ver Jesucristo e ir a él.
Pero es nuestra voluntad hacerlo. No nos va a imponer su voluntad. Y más aún, pondrá frente a nosotros, con paciencia, varias veces, esa pregunta. ¿Lo amamos? Y, si respondemos que sí, nos dirá algo impactante: su camino no es sencillo, va a requerir sacrificios por nuestra parte.
Primera lectura
En esta lectura (Ac 5, 27-32.40-41) hay un ejemplo de ese camino difícil.
Frente a la prohibición de enseñar en nombre de Jesús, Pedro dice, «Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús… Nosotros somos testigos de todo esto…»
Posteriormente, los apóstoles, según esta lectura, fueron azotados y más tarde soltados, «…felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús».
Muy claro se ve, pues, un solo mensaje en dos textos.
Jesucristo nunca nos deja, siempre está cerca de nosotros. Incluso en medio de las más intensas preocupaciones y ocupaciones, si queremos, podemos verlo y entonces hacer lo que es lógico, correr hacia Él, como Pedro.
De la inestabilidad del mar de la vida diaria, con Jesús estaremos en la orilla, en tierra firme. Pero es entonces que viene lo serio.
Jesucristo nos va a preguntar si lo amamos. No nos ordena que lo amemos. Él respeta nuestra libertad y deja que decidamos. Incluso nos dará varias oportunidades para tomar esa decisión.
Todo porque, claramente, su camino no va a ser sencillo. Como a los apóstoles les sucedió, vamos a tener dificultades, quizá muy serias. Él nos lo advierte varias veces.
Segunda lectura
La segunda lectura (Ap 5, 11-14) del 3 Domingo de Pascua (ciclo C) nos presenta algo que no parece relacionado con esto.
Juan nos da una visión, «… la voz de millones y millones de ángeles que cantaban…» Es un vistazo de eso que nos espera al final del camino que Jesús nos pide tomar.
Es la recompensa y la meta que está al término del difícil trayecto que podemos decidir caminar: la vida eterna en compañía de Dios.
En conjunto
Cuando salgamos del templo regresaremos a nuestras ocupaciones diarias, a nuestra vida normal. Desde el lunes, podrá ahogarnos la rutina diaria de cien labores diferentes en nuestro mar de responsabilidades.
Sin embargo, siempre y sin excepción, podremos darnos tiempo de voltear a la orilla y ver a Jesús. Quizá no sea fácil reconocerlo a primera vista, pero allí estará. Pensemos en las lecturas de este 3 Domingo de Pascua (ciclo C).
Y bastará eso para verlo, para que con la mirada nos interrogue, cuestionando si hemos optado por su camino, si lo amamos. Y, si es que lo amamos, tendremos la seguridad de dos cosas.
Una de ellas es que amarlo y ser testigo de Él no nos va a ser sencillo en esta tierra. La otra es la promesa de tener vida eterna, junto a Él, si es que seguimos ese difícil camino de amarlo y, por consiguiente, de ser sus testigos.
Y si optamos por él, entonces sabremos decir la parte del salmo de este domingo, la que dice, «Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre».