Las tres lecturas del 24 Domingo Ordinario (ciclo C) contienen un mensaje de Dios y es un mensaje claro y contundente: Dios nos perdona, no importa qué tan graves sean nuestras faltas, ni que tan distanciados estemos de Dios.

Primera lectura

La primera de las lecturas de este 24 Domingo Ordinario (ciclo C) es la del Éxodo (32, 7-11.13-14) y narra un diálogo de Moisés con Dios.

El pueblo rescatado de Egipto se ha desviado, adoran a otro dios, un becerro al que rinden sacrificios y Dios indignado dice a Moisés, «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos» porque son ellos un «pueblo de cabeza dura».

Es notable como Dios en esta conversación emplea una frase que sugiere la idea de pedir un permiso a Moisés al decirle «deja que mi ira se encienda» y los destruya.

Ante esto, Moisés interviene y trata de sosegar esa cólera tan justificada.

Moisés habla de que fue ese el pueblo que Dios sacó de Egipto, que recuerde a Abraham, a Isaac, a Jacob, que fue Dios mismo el que juró que juró multiplicar la descendencia de ellos, que les daría posesión de la tierra prometida.

Dios le dio entrada al ruego de Moisés cuando dijo eso de «deja que mi ira se encienda» y Moisés respondió con ese ruego, al que Dios accedió renunciado al castigo que merecía ese pueblo de cabeza dura.

Segunda lectura

En la segunda lectura de este 24 Domingo Ordinario (ciclo C), Pablo en su primera carta a Timoteo (1, 12-17) trata el mismo tema.

Pero lo hace con fuerza extrema, aún mayor a la de la lectura anterior, pues se trata de su propia experiencia.

Dice, «Doy gracias… a nuestro Señor Jesucristo, por haberme considerado digno de confianza al ponerme a su servicio, a mí, que antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia…»

A lo que añade, «… Dios tuvo misericordia de mí, porque en mi incredulidad obré por ignorancia, y la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús».

Así como en la primera lectura se muestra a Dios perdonando las ofensas de un pueblo de cabeza dura, Pablo mismo se coloca a sí mismo como receptor del perdón a sus faltas, también ocasionadas por testarudez.

En otras palabras, Dios perdona nuestras faltas, incluso las más graves.

Pablo obtiene esa conclusión y nos la comunica con claridad al decir, «Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores…».

Y la prueba contundente de eso es el mismo Pablo, feroz perseguidor de los cristianos y blasfemo confeso. Otro caso de cabeza dura al que Dios ve con amor y está dispuesto a perdonar.

Evangelio

Y en el evangelio del 24 Domingo Ordinario (ciclo C), esta misión de clemencia se enfatiza con varios ejemplos en Lucas (15, 1-32). Tal es la cantidad de ejemplos que uno se queda con la clara impresión de que Jesús no quiere que se nos olvide esto.

La ocasión del mensaje es esa murmuración de quienes ven a Jesús en compañía de pecadores y ante eso, Jesús explica a esos obcecados su misión, pero lo hace en palabras llanas, que todos entienden.

La historia del pastor de las cien ovejas y que por la perdida deja a las otras emprendiendo la búsqueda de la que se alejó de él. Pero Jesús añade aquí un elemento, la alegría del pastor que la encuentra y la carga sobre sus hombros, lleno de gozo.

Y no sólo eso, sino que comparte esa alegría con amigos y vecinos, «Alégrense conmigo, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido».

No contento con eso, Jesús narra otra historia, la de la mujer que pierde una de sus diez monedas y se esfuerza por encontrarla, para al final decir, «Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido».

Ese elemento de gozo y celebración es en extremo poderoso y Jesús lo confirma con fuerza usando palabras que en la superficie pueden parecer extrañas. Más aún, las dos historias anteriores terminan ambas con un mismo mensaje esencial.

La historia del pastor finaliza con las palabras de «Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse».

En la historia de las monedas, al término dice que «Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente». Pero Jesús no termina allí, insiste y nos ilustra con quizá la más maravillosa y conocida de todas las parábolas.

Es la historia del hijo que se aleja de casa, que se aleja de su padre, y malgastando su hacienda en una vida licenciosa, cae en una vida que le hace añorar la casa de su padre, a la que emprende el viaje de regreso. Llega a casa y es recibido por su padre, quien ordena un gran agasajo, pues es una ocasión de regocijo.

Igual que las historias de la oveja y de la moneda perdidas: gozo y celebración pues quien estaba perdido ha sido encontrado. Ya no está lejano, sino cercano; ya no hay separación sino unión y en esto, las lecturas de hoy tienen una gran relación con las de los dos domingos anteriores.

Pero la historia de este hijo que regresa tiene un elemento adicional, muy humano y natural, la reacción de las ovejas que no se perdieron, de las monedas que no se extraviaron, la del hijo que permaneció junto a su padre.

Es una rebeldía suave la que manifiesta este hijo al decir que él había permanecido en casa, que había servido a su padre y que a pesar de eso no había recibido festejo alguno. La respuesta del padre es una perla de sabiduría.

Dice el padre al hijo obediente, «… tú siempre están conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta… porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida…»

Así, Jesús nos enseña cómo debemos ver los regresos de los que están perdidos, con la misma alegría que producen en el Padre, porque lo del Padre es nuestro mientras permanecemos con él. Lejos del Padre estamos muertos, junto a Él estamos vivos.

En conjunto

El conjunto de las tres lecturas contiene un mensaje de Dios y es un mensaje claro y contundente: Dios nos perdona, no importa qué tan graves sean nuestras faltas, ni que tan distanciados estemos de Dios.

Siempre está dispuesto a perdonar, igual que perdonó a ese pueblo de cabeza dura, igual que perdonó al obcecado de Pablo. Y más aún, ese perdón será causa de alegría y gozo sin fin, lo que nos pinta a un Dios que es en realidad amor perpetuo, infinito, sin límites.

¿Qué necesitamos para lograr ese perdón y ser causantes de un gozo eterno?

La parábola del hijo manirroto nos da la respuesta y ella es sencilla, el deseo interno y franco de volver a casa, de regresar a nuestro Padre, de estar con Dios de nuevo.

Es la misma idea que tratan las lecturas de los dos domingos anteriores. La idea de nuestra cercanía con Dios y de lo que por el contrario nos puede separar de Él.

Nos acercamos a Dios cuando reconocemos su grandeza y nuestra pequeñez, es decir, cuando somos humildes, cuando nada puede sustituir a Dios en nuestra vida, cuando podemos sacrificar todo por él.

Y nos alejamos de él cuando somos soberbios, cuando creemos que no necesitamos a nuestro Padre, cuando las cosas del mundo son más importantes. Cuando estamos fuera de su casa.

En conjunto, las lecturas nos dejan con una lección divina, que es optimista, la más optimista de todo lo que podamos saber.

Tenemos un Padre que nos ama infinitamente, que está dispuesto a perdonarnos no importa lo que hayamos hecho, que desea perennemente que estemos junto a Él.

Pero que nos deja en libertad de hacerlo y si es que nos alejamos de nuestro Padre no es porque Él lo desee, sino porque somos nosotros quienes nos distanciamos.

Alejarnos de Dios, al igual que acercarnos a Él, es nuestra decisión y no la de Él.

Es por esto que nuestra libertad debe ser entendida correctamente, como la posibilidad de decidir por nosotros mismos e ir a Dios por disposición propia, como el hijo que regresa a casa de su padre.

Con la certeza de que seremos la ocasión de una gran celebración, todo dejando de ser personas de cabeza dura, es decir, siendo personas que por voluntad propia se abren a Dios y le piden que les guíe.