Las tres lecturas del 21 Domingo Ordinario (ciclo C) pintan una imagen que debe impresionarnos profundamente. Es la imagen de un padre, Dios, que hace un llamado a todos sus hijos, a todas las personas del mundo sin excepción.

Primera lectura

En la primera de las lecturas de este 21 Domingo Ordinario (ciclo C), en el libro del profeta Isaías (66, 18-21), la palabra de Dios es un llamado universal a todos los seres humanos.

Dice Dios, «Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua… hasta los países más lejanos y las islas más remotas…»

Estas palabras señalan sin duda alguna la llamada del Señor a todos los seres humanos de todos los tiempos.

Y no solo hay universalidad en esa convocación a todos los hombres, sino también un deber impuesto en nosotros. Dice el Señor,

«… y enviaré como mensajeros… y ellos darán a conocer mi nombre a las naciones… también mis mensajeros traerán de todos los países como ofrenda al Señor a los hermanos de ustedes… hasta mi monte santo de Jerusalén…»

Somos nosotros mismos quienes conociendo ya al Señor tenemos la responsabilidad de acarrear su nombre a otros y llevarlos hasta Él.

Este mensaje es confirmado con otras palabras en el Salmo responsorial, que lo hace claro y explícito al decir, «Vayan por todo el mundo y prediquen en Evangelio».

Ninguna duda, pues, nos puede quedar. Somos nosotros, cada uno de nosotros, sin excepción quienes tienen esa responsabilidad de llevar el nombre de Dios a esos otros países lejanos y remotas islas.

No nos debe hacer eso pensar necesariamente en viajar al otro lado del mundo y hacer misiones. Ese país lejano puede ser muy bien un amigo que se ha alejado de Dios y esa isla remota quizá sea una persona que está a la vuelta de nuestra casa.

Segunda lectura

•Pero, bien podemos preguntar quién es ese que nos llama a todos en todos los tiempos y lugares y quién es ese que nos impone la obligación de hablar de él a otros.

San Pablo, en la lectura de este 21 Domingo Ordinario (ciclo C), (Hebreos 12, 5-7.11-13), nos da la respuesta.

Una respuesta, muy sencilla, Dios es nuestro padre. Somos hijos de Dios y tenemos la responsabilidad de hablar de nuestro padre a quienes no lo saben o lo han olvidado. Y para afirmarlo recuerda el apóstol las palabras de Dios mismo quien nos habló diciendo, «Hijo mío…»

Más aún, a ellas agregó palabras de un real padre que se preocupa por los hijos y los regaña: «… no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Porque el Señor corrige a los que ama y da azotes a sus hijos predilectos».

Pablo insiste en esa idea, al decir, que soportemos esas correcciones que nos hace Dios, pues Él nos trata como a hijos, «¿y qué padre hay que no corrija a sus hijos?»

Las dos lecturas nos dan una idea redonda, la de un padre cariñoso, que nos hace llamados de atención pues nos ama y uno de esos llamados de atención es muy concreto.

Quiere Él que hablemos a otros de su gloria, que le reconozcan como lo que es nuestro padre.

Evangelio

El evangelio de este 21 Domingo Ordinario (ciclo C), de san Lucas (13, 22-30) nos habla de un episodio de la vida de Jesús en el que se hace referencia a ese «monte santo de Jerusalén» al que Dios nos llama en el libro de Isaías.

Cuenta Lucas de una pregunta que se le hizo a Jesús, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? A lo que Jesús da una contestación larga y detallada.

Nos dice que debemos esforzarnos por entrar, que nos costará esfuerzo, que «la puerta es angosta… que muchos tratarán de entrar y no podrán», al mismo tiempo que afirma que, «vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur y participarán en el banquete del Reino de Dios».

Ese banquete es la reunión final con nuestro creador, con nuestro padre, ese mismo que llama a todos en todos los tiempos y en todos los lugares para reconocerle como padre y quien nos ha impuesto la obligación de hablar de Él a otros.

Pero, si bien ese llamado de Dios es universal, no todos llegarán a ese banquete divino.

Las palabras de Jesús son duras y directas:

«… ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta… pero él les responderá «No sé quiénes son ustedes». Entonces dirán con insistencia: «Hemos comido y bebido y tú has enseñado en nuestras plazas». Pero él replicará: «Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes que hacen el mal». Entonces llorarán ustedes y se desesperarán…»

Es esta un visión dramática y fuerte, no sólo por parte de quienes no puedan entrar al banquete divino, sino también por parte de ese padre que rechaza al hijo por la maldad de éste.

En conjunto

Las tres lecturas del 21 Domingo Ordinario (ciclo C) pintan una imagen que debe impresionarnos profundamente. Es la imagen de un padre, Dios, que hace un llamado a todos sus hijos, a todas las personas del mundo sin excepción.

En ese llamado nos pide ser sus mensajeros para hablar de Él a otros hijos suyos, que son hermanos nuestros, para unirlos a Él y llevarlos hasta ese monte sagrado cuando se realice el banquete del Reino de Dios.

Más aún, es un padre que se comporta como tal. Nos regaña, nos llama la atención e incluso nos da algunos azotes de vez en cuando. Nos ama profundamente y nos quiere con Él en ese final de los tiempos, cuando tengamos el banquete divino.

Pero, y este es un gran pero, para participar en ese banquete deberemos primero pasar por esa puerta angosta, deberemos habernos esforzado, deberemos haber hecho el bien. Él rechazará a quienes hayan hecho el mal. Esos tratarán de entrar, pero no podrán.

Las tres lecturas, consecuentemente, nos dan una clave muy específica para entrar al Cielo con el Señor nuestro padre. Lo que debemos hacer, entre otras cosas, es lo que nos llama a realizar el salmo responsorial, «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio». Dios nos quiere como misioneros suyos, como portadores de su palabra.

Es una misión específica y concreta. ¿Cómo podemos ser misioneros suyos? No hace falta viajar a los más remotos lugares de la tierra. Nuestra misión muy está dentro de la casa, al hablar de Dios a nuestros hijos, a nuestros familiares, a nuestros amigos.

¿Cómo hablar de Dios a ellos? Haciendo cosas muy claras. Pedir sinceramente inspiración del Espíritu Santo solicitando que Él nos ilumine y, desde luego, siendo vivos ejemplos de la palabra de Dios en nuestras vidas, haciendo que nuestra propia existencia sea muestra de obediencia a nuestro padre.

Nuestra misión seguramente no está en China ni en una remota villa africana, sino en la comida familiar de todos los días, en las conversaciones con nuestros hijos, en cada ocasión diaria, por pequeña que sea.

Esa comida en familia es una especie de primicia del banquete celestial del final de los tiempos en nuestra reunión con nuestro Padre. Veamos, por tanto, cada una de esas comidas, como la de este domingo una ocasión de predicación del Evangelio en cumplimiento de ese mandato de Dios.