Su tono fue el del sosiego que intranquiliza, el de la calma que inquieta. Era mi amigo Roberto. Me comunicaba la muerte de su padre. Habló con esos atributos tan raros que muestran a la sinceridad amorosa. Describía y evaluaba al mismo tiempo. La muerte había tocado de nuevo a su familia. Poco tiempo antes había fallecido su suegro.
Colgamos después de una larga conversación cuyo contenido maduró en mí durante días. Sé lo que sentí, pienso, pues había yo pasado por las mismas circunstancias muchos años antes. Las reflexiones comenzaron por la obvia, la muerte es una realidad. Aceptar que uno morirá es paradójicamente parte de la vida que quiera ser plena.
No recuerdo los detalles concretos de lo que me dijo acerca de su padre, pero no importa. Fue su tono de serenidad que agita lo que me impresionó y sembró una semilla en mi mente, la que ahora desahogo (la ventaja de tener amigos que lo ponen a uno a pensar). Recordé la idea de un libro.
«Las generaciones anteriores a la nuestra más reciente tenían una familiaridad mucho mayor con la muerte. Era común haber perdido a un hermano, a un hijo, a un cónyuge, a un amigo. Darse cuenta de que una infección o una enfermedad fácilmente podría resultar fatal era simplemente una cuestión de ser práctico». Baker, Hunter. The System Has a Soul: Essays on Christianity, Liberty, and Political Life (p. 149). Christian’s Library Press. Kindle Edition. Mi traducción.
¡Qué simple realidad tan compleja! Todos esos adelantos de medicina y salud, tan bienvenidos que son, producen un alejamiento de la realidad inevitable. Nos han mandado a creer que esconder a la muerte en el último de los cajones de un mueble viejo en un sótano hará que vivamos la fantasía de la vida interminable. El resultado es una inquietud que pretende calmar, cuando mi amigo mostró la calma que debe inquietar.
Lo que Roberto, mi amigo, mostró fue la diferencia entre esas dos reacciones ante la muerte, una reflexión clara en su mente.
Nuestros tiempos son los de un zeitgeist que se intranquiliza notablemente ante la idea de la muerte, buscando la calma vive en la alarma de la posibilidad de morir. La quiere ignorar y desentenderse de ella. Una pretensión imposible que afecta especialmente a los jóvenes. Por el contrario, Roberto mostró la sabiduría de aceptarla y eso, mucho enfatizo, es lo que causa la reacción correcta, una inquietud sana.
Nuestros adelantos no han hecho desaparecer a la muerte, sencillamente la han alejado de nuestras mentes a tal punto que preferimos vivir suponiendo que no existe. En el fondo sabemos que es una ficción y por eso tenemos una vida intranquila que ansía una calma inexistente. Mi amigo me enseñó lo correcto. Aceptar a la muerte produce paz, esa que agita y produce reflexiones. Es lo que nos forma y nos hace ser lo que debemos ser.
Y es que en esa conversación que tuve hubo un supuesto del que no se habló. Los dos creemos en la resurrección, una idea de consecuencias tan grandes como ninguna otra. Ella produce lo que llamamos perspectiva de la vida propia, lleva al propio examen. Más aún, cambia al significado de la muerte. Lo lleva del momento indeseable en el que la persona se convierte en nada, al pasaje bienvenido que nos lleva a la vida.
Superficialmente quizá algunos vean eso como una actitud pesimista y fantasiosa. No puedo remediar eso, pero sí puedo apuntar que creo que es exactamente lo contrario. Es optimista y realista.
En fin, fueron estas reflexiones las que Roberto produjo este fin de semana. Gracias, amigo, y que tu padre descanse en paz en la otra y real vida.