Para la persona con fuertes convicciones cristianas, la muerte es en su real fondo un suceso alegre. Cierto que nos duele dejar a seres queridos, pero para nosotros la muerte no es el fin, sino el principio, como cuentan las lecturas del 5 Domingo Cuaresma (ciclo A).

Primera lectura

El gran tema de las lecturas de este 5 Domingo Cuaresma (ciclo A) es la resurrección e inicia con la primera lectura de Ezequiel ((37, 12-14).

Se anotan allí las palabras de Dios en el Antiguo Testamento, «… Yo mismo abriré sus sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel… ustedes dirán que yo soy el Señor».

A lo que al final añade, «Entonces les infundiré a ustedes mi espíritu y vivirán, los estableceré en su tierra y ustedes sabrán que yo, el Señor, lo dije y lo cumplí».

No se trata, por tanto de la resurrección nada más, sino de una promesa hecha por el mismo Dios. Es él quien promete nuestra resurrección.

Segunda lectura

En este 5 Domingo Cuaresma (ciclo A), San Pablo, en la segunda lectura (Romanos 8. 8-11), continúa con el tema. Dice,

«Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús… también les dará vida a sus cuerpos mortales, por la obra del Espíritu que habita en ustedes».

De nuevo, esa idea de la resurrección de entre los muertos a la que Pablo añade otra.

Para resucitar tenemos que hacer que el Espíritu habite entre nosotros, es decir, llevar una vida terrenal en concordancia con Cristo y en esa medida seremos salvados de la muerte.

Pablo lo escribe diciendo que aunque nuestro cuerpo «siga sujeto a la muerte a causa del pecado», nuestro espíritu vive a causa de la actividad salvadora de Dios.

Evangelio

En el Evangelio de San Juan (11, 1-45) de este 5 Domingo Cuaresma (ciclo A) se narra, naturalmente, el episodio de la muerte y resurrección de Lázaro.

En la narración, muy rica en detalles llenos de significado, contrasta la tristeza de todos ante el fallecimiento de Lázaro.

El mismo Jesús se conmueve fuertemente al ver a la gente llorando. Saben ellos de la vida futura. Saben que Lázaro resucitará, pero eso no obsta para presentar una situación de profunda aflicción.

Antes de resucitar a Lázaro, Jesús dice a Marta, «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí no morirá para siempre».

Jesús reitera así la idea de la primera lectura, la promesa divina de la resurrección.

A lo que debe añadirse otro de los sucesos importantes en este episodio. Antes de resucitarlo, Jesús ora y vuelve a mostrar así la enorme importancia de la oración. Habla y dice,

«Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que le rodea para que crean que tú me has enviado».

Es como una demostración que prueba la palabra de Dios, destinada a seres humanos que necesitan ver las cosas.

Dentro del salmo responsorial se enriquece esta idea, cuando dice, «Confío en ti Señor, mi alma espera y confía en tu palabra; mi alma aguarda al Señor, mucho más que a la aurora el centinela».

En conjunto

Todas las lecturas, se ve claramente, hablan de la resurrección de los muertos como una promesa de Dios, una parte central de las creencias que tenemos. Dios insiste de dos maneras en esto.

Dice que es una promesa que nos hace y va más allá con el milagro de Lázaro. Nos quiere dar certidumbre. Si creemos en él, resucitaremos. Y con esto nuestra religión se torna indeciblemente optimista.

Muy cerca ya de la Semana Santa, y sus días de aflicción, las lecturas de este domingo son lo opuesto, eufóricas y optimistas.

Si vivimos en el Espíritu, como dice San Pablo, viviremos eternamente, lo que contrasta muy notablemente con otras creencias pesimistas que nos hacen desaparecer en la nada. Lejos de eso, los textos nos envían ciertamente el mensaje más alegre que puede escuchar un ser humano.

No son pocos los que ven al Cristianismo como una serie de creencias que vuelven tristes y apesadumbradas a las personas, cuando la realidad es totalmente la contraria. No hay ser más feliz que aquel cristiano que tiene la certeza de una vida eterna junto a su creador.

Apesadumbrados son los otros, lo que no tienen esta creencia. Podemos y debemos, por tanto, reafirmar nuestra alegría. Viviremos eternamente en una felicidad infinita y el camino a ella es simple de entender con tan solo creer en esas palabras de Jesús, «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí no morirá para siempre».

Es todo esto lo que hace de la muerte terrenal una cuestión muy diferente entre quienes creen en Jesús y quienes no creen en él.

Para la persona con fuertes convicciones cristianas, la muerte es en su real fondo un suceso alegre. Cierto que nos duele dejar a seres queridos, pero para nosotros la muerte no es el fin, sino el principio.