Imagine a un gobernante atrapado en una «burbuja» invisible, una que filtra la verdad y solo deja pasar los elogios. Una prisión dorada donde las malas noticias desaparecen y la crítica es sinónimo de traición. Esta inquietante realidad no es una escena de ficción, sino una consecuencia directa y a menudo desatendida del exceso de poder.

El poder aísla y crea una «burbuja»: Los gobernantes, a medida que concentran más poder, se desconectan de la realidad, rodeándose de «yes-men» y recibiendo solo información filtrada y positiva.

Decisiones basadas en la fantasía: Esta ceguera lleva a los líderes a tomar decisiones y emitir órdenes basadas en un «mundo virtual» propio, lo que inevitablemente conduce a errores y fracasos que no son corregidos.

El poder altera la mente: El exceso de poder puede causar «trastornos mentales», como el «síndrome de hubris», caracterizado por soberbia, omnipotencia y la creencia de ser un «salvador nacional» infalible.

La solución: fragmentación y contrapesos: Para evitar esta demencia del poder, es crucial fragmentar la autoridad gubernamental y fortalecer mecanismos de rendición de cuentas, como la independencia judicial y legislativa.

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Introducción

El poder tiene efectos, proporcionales a la cantidad en la que lo posee. La columna examina cuatro facetas de la transformación que el poder produce en el gobernante: lo aísla de la realidad en la que vive, le produce locura, le hace pensar que vive en un mundo virtual y trastorna su mente.

Imagine a un gobernante atrapado en una «burbuja» invisible, una que filtra la verdad y solo deja pasar los elogios. Una prisión dorada donde las malas noticias desaparecen y la crítica es sinónimo de traición.

Esta inquietante realidad no es una escena de ficción, sino una consecuencia directa y a menudo desatendida del exceso de poder. A medida que un líder acumula autoridad, su conexión con el mundo real se desvanece, reemplazada por un «mundo virtual» autoengañador.

En esta columna, se explora cómo esta dinámica se manifiesta en el ámbito político. Desde la antigua Roma, con sus augurios y adivinos, hasta las «regulaciones de fantasía» de la política moderna, se verá cómo los líderes pueden llegar a tomar decisiones en un universo paralelo creado por sus propias ideologías o por una peligrosa mezcla de buenas intenciones e ignorancia.

¿Qué sucede cuando las órdenes diseñadas para un mundo imaginario chocan con las complejidades de la realidad?

Más allá del simple abuso, se examina cómo el poder puede literalmente «embrutecer y embobar» la mente, generando trastornos que psiquiatras y neurólogos han denominado el «síndrome de hubris».

Se verá cómo la soberbia y una vocación de servicio mal entendida pueden transformar a una persona corriente en un líder mesiánico, convencido de su propia infalibilidad y aislado de las voces discordantes. Las consecuencias son devastadoras para la vida de todos.

El exceso de poder, en manos de un gobernante, tiene una consecuencia insidiosa: lo aísla progresivamente de la realidad.

Este fenómeno de incomunicación crea una «burbuja» que filtra y censura la información, permitiendo que sólo lleguen al líder noticias «positivas», reales o falsas. La crítica, por mínima que sea, es bloqueada o interpretada como traición, generando un entorno de «yes-men».

Esta ceguera inducida por el poder impide que las preconcepciones del gobernante sean corregidas. Al contrario, la información sesgada que recibe las refuerza, consolidando un mundo virtual en su mente.

Como resultado, las decisiones y órdenes que emite se basan en esta fantasía, conduciendo inevitablemente a errores y fracasos. Lo alarmante es que el feedback negativo de estas fallas tampoco llega al gobernante, lo que perpetúa los errores y puede llevar a crisis severas.

📌 A mayor concentración de poder, mayor es el aislamiento y la probabilidad de implantar medidas equivocadas que dañan tanto a la población como al propio gobierno.

Existen diversas formas en que el poder se aísla. Una muy notoria es el control sobre las cámaras legislativas, que son convertidas en escudos que protegen al gobernante de la realidad incómoda, creando leyes que se ajustan a su mundo ficticio.

Lo mismo ocurre con el control sobre el poder judicial o el banco central, que de otro modo podrían ser molestos recordatorios de las limitaciones de la realidad. Esta tendencia se extiende incluso a decisiones menores, donde la realidad es forzada a acomodarse a la ficción creada por el aislamiento.

Un claro síntoma de este aislamiento son las regulaciones de fantasía, leyes y normas que solo tienen sentido dentro del mundo irreal del gobernante.

Ejemplos de esto incluyen la normativa británica sobre saleros con menos perforaciones para reducir el consumo de sal, la prohibición de usar la marca Welsh Dragon en salchichas que no contienen carne de dragón, o la directriz de la UE que ponía en riesgo la vestimenta de camareras en Baviera. En España, se citan las señales de tráfico con figuras femeninas impuestas para la igualdad en seguridad vial.

Estas decisiones, que a menudo carecen de sentido de prioridad y demuestran una imaginación desbordada, generan consecuencias imprevistas, desde la frustración ciudadana hasta el ridículo público.

Confirman que el poder aísla de la realidad de manera proporcional a su concentración en la cúspide del gobierno, transformando la gestión pública en una serie de acciones basadas en la ficción, con costos reales para la sociedad.

El fenómeno del gobernante demente no se limita a figuras históricas extremas como Calígula o Iván el Terrible, sino que es una manifestación agudizada de una patología común en quienes ostentan el poder.

Estos individuos, que suelen ser personas comunes con la misma imperfección que el resto, se distinguen por una ambición política desmedida. Su principal motivación es conservarse en el poder, ya que este se convierte en su razón de ser, llevándolos a extremos de demencia proporcional a la concentración de autoridad.

El poder crea una burbuja aislante que separa al gobernante de la realidad. La información es filtrada y censurada por acólitos que solo transmiten noticias positivas, reales o falsas.

📌 La crítica es vista como traición, impidiendo cualquier retroalimentación correctiva. Esta falta de contacto con la verdad fomenta un mundo virtual en la mente del líder, quien toma decisiones y emite órdenes basadas en esta fantasía. Los fracasos resultantes no llegan a su conocimiento, lo que perpetúa los errores y puede conducir a crisis severas.

Además, el poder atrae a soñadores que buscan imponer su régimen ideal a la sociedad, llevando al totalitarismo. Estos líderes se convencen de saber más que nadie y de estar justificados para dictar el comportamiento de los demás.

Su optimismo es ilimitado, llegando a negar la realidad si esta contradice su visión. El lenguaje se distorsiona para acomodarse a esta fantasía, con términos como «democracia» o «libertad» perdiendo su significado original, impidiendo así cualquier evaluación crítica.

Para el gobernante demente, su poder no debe tener límites; las leyes y el Estado de Derecho son meros obstáculos a destruir.

La solución a la demencia del poder radica en la fragmentación del poder gubernamental y en mecanismos de rendición de cuentas.

No basta con la democracia, ya que, como señaló Burke, una «democracia perfecta» también puede ser tiranía si las pasiones de la muchedumbre no son frenadas.

Conceptos como la independencia de los poderes judiciales y legislativos, y la existencia de un ciudadano independiente, son esenciales para limitar la capacidad del gobernante de abusar de su autoridad y sucumbir a la demencia.

La realidad virtual del gobernante

Un fenómeno recurrente en la historia de la política es la creación de una realidad alternativa en la mente del gobernante, una «política virtual» que confunde con la realidad.

Esto lleva a líderes a dar órdenes diseñadas para un mundo inventado por ellos, pero que deben ejecutarse en un mundo real que desconocen, con resultados previsiblemente negativos.

Este patrón no es nuevo. En la antigua Roma, los ejércitos basaban sus decisiones en la adivinación, interpretando signos en sacrificios de animales. Sin embargo, figuras como Julio César sobresalieron precisamente por ignorar estas supersticiones y confiar en la inteligencia militar real.

Aunque hoy no sacrificamos animales, nuestros gobernantes a menudo caen en una trampa similar: se sumergen en mundos virtuales creados por la terquedad ideológica o una mezcla de buenas intenciones e ignorancia (especialmente económica). Estas ideologías son sistemas de creencias totales que justifican decisiones que solo tendrían sentido en ese mundo imaginario.

El problema central es que el gobernante, al vivir en esta realidad fabricada, cree que sus decisiones son infalibles y que la sociedad puede ser controlada desde un panel. Esto lleva a una subestimación de los efectos no intencionados de sus políticas. Es una realidad fabricada donde todo funciona a su antojo, una burbuja de optimismo sin escrúpulos.

La razón detrás de este fenómeno reside, en gran parte, en la propia naturaleza del poder. Como señaló B. Tuchman, el poder no solo corrompe (Lord Acton) y tiende al abuso (Montesquieu), sino que también embrutece y emboba, aislando al gobernante.

📌 Cuanto más poder acumula, más se encierra en sí mismo, rodeado de aduladores que actúan como una muralla, impidiendo el contacto con la verdad.

Ejemplos modernos de esta política virtual incluyen líderes que basan sus decisiones económicas en datos parciales y anécdotas aisladas, o que proponen medidas utópicas como la educación superior ilimitada, aranceles punitivos, o jornadas laborales de 35 horas sin considerar su viabilidad en el mundo real.

Estos proyectos, aunque puedan parecer lógicos en la realidad fabricada del gobernante, se estrellan con la complejidad y las limitaciones del mundo tangible. La ironía es que los votantes, al elegir líderes con un poder excesivo, se exponen al riesgo de ser gobernados por individuos propensos a abusar, corromperse y embrutecerse.

Una premisa fundamental es que el poder afecta la mente de quien lo ostenta, generando trastornos mentales proporcionales a la cantidad de poder que se detenta. Neurólogos como Davi Owen y psiquiatras como Manuel Franco coinciden en que el poder puede «intoxicar» y «afectar el juicio de los dirigentes», incluso transformando a una persona más o menos normal.

Los síntomas de estos trastornos, a menudo englobados bajo el término «síndrome de hubris», incluyen: considerar a los oponentes como enemigos personales, dejar de escuchar, volverse imprudente, tomar decisiones sin consultar por creerse infalible, adoptar un modo mesiánico, rodearse de mediocres y perder contacto con la realidad.

Un líder afectado puede confundirse con la nación misma, usar el «nosotros» de forma exagerada, mostrar una excesiva confianza en sí mismo, y esgrimir una supuesta rectitud moral para ignorar costos o consecuencias prácticas.

El término «hubris» proviene del griego y significa «desmesura», aludiendo a un ego desmedido y la sensación de omnipotencia, como si el líder se creyera un dios. Como señala Anatole France, la enfermedad y la locura en los asuntos de Estado son mucho más difíciles de detectar que en la vida privada.

Se sugiere que el origen de estos trastornos no siempre reside en el momento de alcanzar el poder, sino en una personalidad preexistente que es propicia a ellos.

Esta personalidad se caracteriza por una «vocación de servicio» tan panorámica que sólo ve grupos amorfos, no individuos. Desde esta visión elevada y despersonalizada de la sociedad, el futuro gobernante es fácilmente afectado por el poder y se rodea de acólitos que lo aíslan aún más de la realidad.

Una vez en el poder, este líder, impulsado por el deseo de hacer feliz a la sociedad, intentará implementar planes generales y ambiciosos que, al carecer de conocimiento individual de sus gobernados, inevitablemente fracasarán en satisfacer las necesidades personales.

Si no es sensato, polarizará a la sociedad, creyéndose el único poseedor de la verdad y el camino hacia la felicidad colectiva. Llegará a creer que su labor «salvadora» requiere su presencia constante y que los que no piensan como él son «reaccionarios» o «tontos».

El asunto es grave, ya que describe un tipo de mal gobierno donde las políticas implementadas, aunque se crean beneficiosas, terminan dañando al propio gobernante y a la sociedad.

Como señaló Barbara Tuchman, esto ocurre cuando los líderes persisten en políticas perjudiciales a pesar de la información disponible que sugiere lo contrario.

📌 La soberbia, definida como una valoración desmedida de uno mismo, es el origen de este «hubris». El gobernante soberbio se ve a sí mismo como un «salvador nacional», una élite con la obligación de guiar a una población que considera menos inteligente.

Esta arrogancia conduce a una conducta mesiánica que, al llegar al poder, choca con la división de poderes y la oposición, percibidas como obstáculos a su visión salvadora.


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