Conversaciones, discusiones, argumentaciones, diálogos, en estas ocasiones siempre está presente una disyuntiva. Puede quererse ganar la discusión por cualquier medio, pero también puede desearse otra cosa mejor: saber más, acercarse a la verdad. Nuestros tiempos están más inclinados a querer ganar discusiones que a tener más conocimiento.

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Introducción

Es la disyuntiva obvia. Las alternativas que siempre están presentes. Y donde una sobresale siempre, o casi siempre. Se trata de ganar las discusiones a toda costa, perderlas es visto como un fracaso. Esta es una idea que debe ser, al menos, puesta en tela de duda.

El caso clásico

Imagine usted que presencia la discusión entre dos personas. Una de ellas tiene la opinión A y la otra tiene otra opinión, la B.

Entre ellas discuten, razonan, argumentan, defendiendo su opinión. ¿Cuál es la meta para ellas? Ganar la discusión, hacer que la otra persona ceda y le dé la razón. La meta implícita de la discusión es la victoria de la opinión personal.

No está mal del todo. Si uno tiene una opinión cualquiera, debemos suponer que piensa así porque ha analizado el asunto lo suficiente como para llegar a tal conclusión. Debemos suponer también que ha considerado otras ideas y al final optó por una de ellas.

Es así que la persona llega a tener una opinión sólida que está dispuesta a defender. Por ejemplo, la persona piensa que Dios existe y enfrenta a otra que piensa lo contrario. Entre ambas se discute. Cada una argumenta a su favor y tiene el objetivo de ganar, es decir, derrotar a la opinión de la otra.

¿Es ese el objetivo único? No necesariamente

La persona que defiende su opinión puede tener otra meta en mente, una más elevada, la de ir al encuentro con la verdad (lo que puede significarle el cambiar de opinión). Esto es lo que pone en tela de juicio la idea de ganar las discusiones a como dé lugar.

En lo general, las personas que discuten con quienes piensan diferente lo hacen con el ánimo de vencer, de terminar demostrando que tienen la razón.

No es un objetivo malo, al contrario. Es algo que pone a prueba las creencias personales y la solidez de las opiniones propias, sobre todo cuando se enfrenta a un opositor sólido y razonable.

Sin embargo, la actitud que debería prevalecer en esas discusiones, cuando son serias, es la de reconocer la verdad incluso si eso significa aceptar errores propios. Quizá sea humillante y bochornoso, pero es al final de cuentas, es algo que enaltece y permite avanzar.

Si uno tiene la fortuna de presenciar la discusión de dos personas con opiniones opuestas, también se tiene esas dos alternativas: querer la victoria de aquel con el que uno está de acuerdo, o algo mejor, llegar a una posición más cercana a la verdad.

Es decir, también quien se enfrenta a opiniones diferentes tiene frente a sí mismo las mismas dos alternativas de quienes discuten frente a frente. Sin duda querrá que salga victorioso ese con el que está de acuerdo, pero sería una gran cosa que le animara el espíritu de conocer más, de saber más, de encontrar la verdad.

📌 Califiquemos a esto como una obstinación sana, una terquedad prudente. Significaría, primero, justificar con solidez la opinión sostenida y, segundo, mantener el ánimo de encontrar la verdad (la que quizá no coincida con lo que uno piensa).

El problema de la terquedad

Lo anterior nos lleva a un terreno fascinante, el de la testarudez extrema, del empecinamiento enfermo, al que puede definirse como la cerrazón que no acepta argumentos razonables ni evidencias sólidas.

Es algo que podemos definir como prejuicios, ideas tan enraizadas que se niegan a ser cuestionadas. Una causa por la que ganar discusiones se convierte en una meta absoluta.

Son premisas ocultas, ideas subyacentes que afectan la manera de pensar sesgándola hasta el extremo de esa testarudez extrema que cierra la mente a toda otra posibilidad.

Dos escenarios, uno mejor que otro

Este es un riesgo universal que afecta a todos y que ha sido agravado notablemente en nuestros tiempos. Piense usted en dos escenarios posibles.

🔴 En el escenario «sensato» las discusiones entre personas con opiniones opuestas utilizan razonamientos, evidencias y pruebas. Allí existe la posibilidad de avances, mejorando opiniones, corrigiéndolas. Hay posibilidad de avanzar en el conocimiento.

No será un escenario idílico ni pacífico, demasiadas veces será agresivo y tempestuoso, sin gran posibilidad de serenidad. Pero no desaparece aquí el ánimo de acercarse a la verdad y rendirse ante ella. Aquí, la meta no es ganar la discusión cueste lo que cueste.

🔴 En el escenario «desvariado» las discusiones entre personas están guiadas solamente por el anhelo de ganar la discusión, incluso por encima de razonamientos, pruebas y evidencias en contra. No hay aquí ánimo alguno de encontrar la verdad.

Si el escenario anterior no es idílico, este segundo escenario lo es mucho menos. Es inseguro, precario e imprudente. Sin la posibilidad de encontrar la verdad, la única posible solución es la imposición forzada de una de las partes.

El problema del relativismo

Nuestros tiempos se parecen más al segundo escenario que al primero. La popularidad del relativismo hace más probable el escenario insensato en el que nada se concluye. Eso lo fomentan cosas como esta:

«Lo que tienes que entender es que para que puedas lograr tus sueños debes tener claro cual es tu propia verdad y creer en ella.  Entender y confiar que tu camino se crea a base de tus convicciones, tus deseos, tus dones y tus aspiraciones».

O bien, esta:

«El pluralismo y la pluralidad son dimensiones naturales de la rica personalidad humana y de las formas diversas de ver, sentir y hacer en el mundo».

En la que es notable la ausencia de «pensar, razonar».

Ganar discusiones o perseguir a la verdad

Perder el ánimo de encontrar la verdad nos hace perder el rumbo. Como tener cada uno una brújula que apunta a destinos diferentes.

Suponga usted que conoce a un par de contadores públicos que son de una honestidad a toda prueba. ¿Podrá usted, por tanto decir que todos los contadores son del mismo tipo? La razón misma dirá que no, que puede haber personas de esa profesión que no sean precisamente honradas.

Pero por más lógicos que usted y yo queramos ser, cometeremos errores de generalización o nos será difícil detectarlos.

El ejemplo más fácil de usar es el de los comerciantes, por siglos percibidos como una escoria que debe ser eliminada. El cargo que se hace a los comerciantes es el de ser codiciosos, fraudulentos, engañabobos. ¿Hay de esos? Nadie lo duda, pero que los haya no necesariamente lleva a condenar al comercio en general. Aunque sí llevaría a condenar a algunos de ellos.

Enfatizo a las generalizaciones porque con ellas se presenta con frecuencia el deseo de ganar discusiones sin atender la posibilidad de llegar a la verdad.

Una solución

Puede acusarse de obrar mal a un comerciante, pero no al comercio en sí mismo. La distinción, que fue hecha hace muchos siglos por San Agustín (354-430), no parece haber sido entendida por muchos.

Tomemos el caso, el de los gobernantes. Sin duda muchos de ellos son deshonestos y otros más incapaces. ¿Significa eso que pueda tenerse una causa válida para desaparecer a los gobiernos? No. Tendrían que encontrarse algunos otros argumentos, pero ese no vale. Igual que no vale encontrar a un pintor malo para hacer desaparecer a la pintura.

No valdría tampoco encontrar a músicos malos para justificar la desaparición de la música. El punto es separar a cada persona, en lo individual, de la profesión que ejerce, para juzgarlos uno por uno. Si encuentro un profesor que abusa de sus alumnos, no puedo decir lo mismo del resto, ni justificar la desaparición de esa profesión.

Vuelvo a San Agustín y la influyente idea cristiana: el pecado es siempre personal, está en el individuo, no en su profesión. Los carpinteros, los zapateros, los agricultores, todas las profesiones tienen la posibilidad de tener miembros que actúen mal. Mentirán algunos, engañarán otros. Pero sus profesiones no serán en sí mismas malas.

Quien quiera ganar discusiones, en lugar de encontrar la verdad, no buscará soluciones como la planteada en este ejemplo.

El sabio caso de Sócrates

La frase es conocida, muy conocida. Suele ser repetida, muy repetida. Pero es curioso que no sea bien comprendida. Y no deja de ser paradójica, incluso contradictoria.

Es eso que se resume en «yo solo sé que no sé nada». La idea que contiene es curiosa, pues si sé que no sé nada, al menos sé algo y, por tanto, ya no es que no sepa nada.

A pesar de eso, se entiende como una confesión humilde de ignorancia personal que a veces se expresa con «cuanto más sé, más sé que no se nada».

Es decir, el conocer lleva a reconocer lo poco que se conoce en realidad. El conocimiento mismo se toma un identificar lo mucho que se desconoce. O bien, podría ser entendida la frase como una concesión de que poco o nada puede saberse con certeza.

La idea completa y desarrollada está en Platón, cuando reproduce la apología de Sócrates quien es el autor de la idea. Es muy notable que esta mentalidad no puede llevar a querer ganar discusiones. Al contrario, lleva a desear saber más. Escribió Platón citando a Sócrates:

«Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos yo soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo».

Dos posturas

Entonces, para entenderla, dos personas hablan. Una de ellas afirma saber pero no sabe. La otra no sabe y sabe que no sabe. Entre las dos posiciones, es superior la segunda, la de quien reconoce no saber. La primera será más propicia a querer ganar discusiones y la segunda a saber más.

Hay un problema obvio, el de que la persona que dice saber en realidad sí sepa. Cuando esto sucede, cae por tierra la posición del que afirma que no sabe y sabe que no sabe. Es decir, la idea tiene su atractivo, pero no está libre de limitaciones.

Quizá sea, más bien, que muestra algo deseable: la actitud frente al conocimiento y la humildad ante la verdad tras la que debe irse.

Es como tomar al conocimiento propio y considerarlo posible de mejorar por una razón simple, el reconocer que se desea conocer más con la mira última en la verdad.

En tiempos modernos, la idea ha tenido su popularidad en la toma de decisiones, cuando se reconoce la existencia posible de variables que no se sabe que influyen. Las cosas que no se sabe que no se saben. Una posición de ignorancia fuerte: desconocer que se desconoce.

Con otra situación muy de nuestros tiempos, pero también de otros, la del experto en un campo que se cree experto en otros. Lo dice el mismo Sócrates:

«… por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría».

Las consecuencias democráticas

Es uno de los efectos de la democracia el colocar valor en la voz de la gente, porque después de todo, en ella radica la soberanía. La soberanía debe expresarse y, por eso, las opiniones de las personas son fomentadas. Se coloca en ellas buena parte de la fortaleza democrática.

Resulta que enfatizando tanto las voces democráticas se olvida de la solidez que ellas requieren y la democracia se convierte en un galimatías de opiniones que van y vienen, un griterío desordenado de ideas. Muchas de ellas, seguramente la mayoría, lanzadas sin el menor discernimiento.Todas queriendo ganar discusiones sin necesariamente estar fundamentadas.

Ni siquiera asoma la posibilidad de que algunas personas sepan nada, o muy poco. Ni que expertos en un campo sean también vistos como expertos en otros, de los que nada saben. Y, peor aún, se difunde la idea de que cada quien tiene su verdad.

Estas circunstancias, efecto imprevisto de la democracia, imponen la necesidad de esa mentalidad socrática: la humildad que supone el saber. Porque en nuestros tiempos, se sufre lo opuesto, el orgullo del desconocimiento.

Conclusión

¿Qué hace falta? Lo que Sócrates hacía al final de cuentas. Hacía preguntas, cuestionaba, interrogaba, dudaba del conocimiento ajeno y propio. Hacer eso es ya un paso en la dirección correcta y la dirección se reconoce conforme aumentan las molestias ajenas.

La condena de Sócrates, incluso a pesar de parecer haber sido provocada en parte por él, ilustra la reacción general ante quien molesta con sus preguntas. Quien se siente hostigado e irritado cuando se le hacen preguntas, muestra un síntoma de nuestros días.

Un síntoma que busca ser remediado por todos los medios, muy especialmente por medio de los dogmas políticamente correctos, que son otra manera de beber cicuta.


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